viernes, 11 de diciembre de 2009

Bicis al tren

Tres círculos irradiados

por una molienda en pedal,

pertinaz marcha deseada

que te eleva más y más.


A ti, mi bicicleta. Pedro Luis Ibáñez Lérida

De Poetas en bicicleta.

Homenaje a la bicicleta a través de la poesía. Editorial Nuño, 2007

Prólogo y antólogo Francisco Vélez Nieto.



Cuando me regalaron la bicicleta –Mobylette GAC de color verde con guardabarros de metal plateado-, con apenas siete años, mi padre me enseñó a montar en ella. Agarraba sólidamente el sillín por la parte trasera y, tras indicarme que alzara el pedal derecho y arrancara impulsando éste, mantenía con tenacidad el poco equilibrio que me procuraba en mis viajes cortos y experimentales. Una vez contraída cierta experiencia, me dejaba suelto. Entonces, la dirección empezaba a hacer eses y no atinaba a utilizar los frenos. Las manos se aprestaban con pasión al manillar, como tratando de asirse a su tabla de salvación. Pero en realidad me conducían al desastre. Por lo que, en bastantes ocasiones, caí, choqué o tropecé con diferentes obstáculos. Recuerdo que tomar una curva tenía la trayectoria a trozos de una línea recta o que el giro se eternizaba al hacerla demasiado abierta. Él me animaba a perseverar hasta que logré dominarla.


Quizás, influenciado por las películas del Oeste –en aquella época tenían gran aceptación entre el público televidente y, desde entonces, forman parte de mis gustos cinematográficos-, pensé que había domado un mustang alazán, de crines tostadas, de fuerte pelaje e incansable en las galopadas. Así que más que pedalear, cabalgaba. La sensación placentera de este prodigio mecánico venía determinada, en mi caso, con la posibilidad de desplazarme de un sitio a otro. En ese ir y venir, la perspectiva era bien distinta que andando o corriendo. La mirada era otra. Se superponía en la apreciación del paisaje que iba quedando atrás. Espoleaba al centauro en el que me había convertido, animándole con leves golpes en la cadera. Así aprendí a soltarme de una mano.


La bicicleta nos hace gravitar. No ponemos el pie en el suelo y nos deslizamos con la suavidad de una gacela retozando en la sábana. Es mágico. Pues, si bien apenas lo denotamos en ese preciso momento, al pasar el tiempo entendemos que el proceso de aprendizaje es para toda la vida. No es más cierto que nunca lo olvidamos. No rozamos el suelo y, sin embargo, transitamos por él.


Curiosamente, conforme me iba haciendo mayor, y aunque cambié de montura, aquella primera permaneció con nosotros. Mis tres hermanos también aprendieron con ella. Y hoy, aunque no se utiliza, sigue pareciéndome bella en la propia inutilidad de su abandono; la del sencillo mecanismo cuya prestancia y elegancia le viene dada por esa singular simbiosis entre ser humano y máquina.


En la película Dos hombres y un destino -Butch Cassidy and the Sundance Kid, dirigida en 1969 por George Roy Hill-, mientras Paul Newman estimulaba su ardiente curiosidad con aquel invento promocionado en la pradera norteamericana, a principios del siglo XX , la luz última de un plácido verano parecía quebrarse con la canción Rain drops Keep falling on my head. Las piruetas del forajido sobre la bicicleta, tomaban la dimensión cómica de su propia diversión con la complicidad del espectador. Contagiado éste por la sonrisa burlona y feliz de aquél, que se acompañaba de una hermosa mujer. Ataviada con un albornoz blanco, cómplice de su locura y dando rienda suelta a su risa, sentada sobre el manillar. En aquel momento mis ojos de niño no pudieron apreciar el hermoso halo de sensualidad que constituía aquella escena y que me sigue apasionando El televisor en blanco y negro, no permitía precisar los detalles, pero aquel sombrero hongo y chalequillo, como parte de su indumentaria, continúa en mí como una indeleble marca de los recuerdos cuya naturaleza e impronta desconozco. Aunque, tal vez, venga en relación con otra película que vi más tarde, El ladrón de bicicletas -Ladri di biciclette. Dirigida en 1948 por Vittorio de Sica-. Los marcados pómulos de aquel hombre, hundido en su propia desesperación y gastada chaqueta, ofrecían una tristísima extensión de la miseria. La dignidad hurtada por las condiciones sociales. La bicicleta, como símbolo de un tiempo sin esperanzas en las que el ser humano es abocado a cambiar sus principios, a costa de su propia vergüenza existencial.


En estos dos extremos se halla el tiempo actual. Las circunstancias que impulsan defender los principios y los valores de futuro o la agónica y contumaz insistencia en esquilmar los del presente. Esta confrontación tiene su expresión palpable y significativa en la vida diaria del ciudadano de a pie. La estúpida relación entre bicicletas y tren, viene determinando la exclusión de manera parcial de aquéllas.

Cuando ambos transportes siempre han sido complementarios. Sin embargo, disposiciones absurdas, disponen un escenario bien distinto. Aun cuando un personaje de relevancia mundial haya manifestado que “el cargo más importante de la democracia es el de ciudadano”, no es tan cierto como que el de ejercerlo no es el más considerado, a tenor de los hechos sociales que a nuestro alrededor podemos observar.

En este audiovisual podemos disfrutar como ciudadanos emplean la fórmula reivindicativa de la sencillez, naturalidad, alegría y creatividad para demandar un mínimo de sentido común en la alianza entre tren y bicicleta y, con ello, la consecución de una movilidad sostenible y eficaz. Los ajustes entre poder e intelecto - entendimiento, potencia cognoscitiva racional del alma humana- requieren dosis de paciencia en grado sumo. Pues, en muchas ocasiones, sus decisiones se corresponden, sorprendentemente, con hábitos y costumbres carentes de argumentos o,ironicamente, por simple capricho.





1 comentario:

Duarte dijo...

Una excelente iniciativa.
Aquí tan cerca y no me percaté de ello, atisbo la estación del Norte de Valencia, me hubiera gustado presenciarlo más de cerca.

Reconocido