sábado, 5 de septiembre de 2009

La casa amarilla

Los olivos, a través de sus ramas estilizadas, cernían la transparencia de la luz en la tarde de agosto. En el aire flotaba un espacio de ausencia. El cielo esplendente y abierto como unos labios deseosos

sumía el desabrigo y la destemplanza sin más razón que el puro ejercicio de la añoranza. Se dispuso la emoción para contravenir.

Andar tras los sueños es afán de ilusos, dicen. Quizás, nunca deje de serlo o, acaso, la semilla germina por azar y, aún recogida su fruto en gavillas, la raíz, frágil e invisible, permanece en la tierra.


Alanís, 30 de agosto de 2.009.







20 de febrero de 1888.


Vincent van Gogh llega a Arlés, procedente de París, y se hospeda en la casa Carrel, en el número 30 de la calle de la Cavalerie. Empieza a pintar con un ardor inusitado. Para combatir el mistral ata los pies del caballete a estacas, con el fin de que aquél no sea un obstáculo en su deseo incontenible por pintar estos “huertos de Provenza de una alegría monstruosa”. Tanto es así que destina sus escasos recursos económicos, única y exclusivamente, a los útiles de pintura, malnutriendose con pan y queso. Incluso solicita a su hermano Théo –encargado en la galería de arte de Goupil, en el boulevard Montmartre de París- de más de cien tubos y diez metros de tela que él mismo se encarga de ajustar al bastidor. “Cuando he dejado de beber, cuando he dejado de fumar tanto, cuando he comenzado a reflexionar en lugar de intentar no pensar, entonces, ¡Dios mío ¡ ¡Qué melancolías y que abatimiento”. Vincent es un hombre agotado y enfermo.


Vincent sueña con una asociación utópica de artistas y marchantes, en la que estos últimos “no sean usureros”. Los artistas reconocidos colaborarían con los menos, procurándoles ayuda para las telas. “Ciertamente, si pudiera ser, me gustaría no tener que vender jamás”.





A principios de mayo, alquila una casa por un año con una mensualidad de 15 francos. Se trata de una casa de cuatro habitaciones, situada en la plaza Lamartine, a la entrada de la ciudad. La singularidad estética estriba en que está pintada de amarillo y encalado su interior. Lo llama Estudio del Sur. Este soñado falansterio es decorado con las más bellas telas de esta época: Los girasoles, La casa amarilla, La noche estrellada, Los jardines del poeta... “Cuando se tiene en el interior ardor y espíritu, no puedes apagarlos –es preferibe arder que apagar. Lo que se lleva dentro tiene que salir. Por mi parte yo experimento un consuelo cuando pinto”





Invita a Gauguin “enseguida verás que he pensado en ti al prepararte el estudio con una gran emoción”. Pero éste posee otros intereses menos colectivos y es incapaz de reconocer este grado de altruismo tan absoluto. Tras algunos incidentes convivenciales, Théo, dispensador de los únicos fondos del pintor, recibe una carta de Gauguin, a escondidas del hermano, “Me veo en la necesidad de que me mandes parte del dinero de mis cuadros vendidos. Después de pensarlo mucho, me veo en la obligación de volver a París; tanto Vincent como yo no podemos vivir juntos por la incompatibilidad de carácter y los dos necesitamos tranquilidad para poder trabajar”. Desarbolado por la decisión de Gauguin e imputándose la responsabilidad de su marcha, Vincent ve penosamente naufragar el sueño que perseguía. Su relación comunal apenas alcanza los dos meses.






Embargado por la desesperación que le provoca esta situación, se une a ella el futuro matrimonio de Théo. Una vida familiar que Vincent nunca podrá tener. Guiado por el grado absoluto de su compromiso artístico ve peligrar la complicidad de su hermano. Este aparente desaire, está cargado de una profunda amargura, porque quisiera alegrarse de su felicidad. Tal vez los recuerdos de un pasado familiar lo asalten durante los días de Navidad.




Vang Gohg frecuentaba la plaza de toros de Arlés. La fatalidad –cercenado el lóbulo de la oreja derecha- puede enmarcarse en el testimonio fehaciente y simbólico de una derrota. La muerte como efecto triunfal de las corridas de toros en las que el matador ofrece la oreja del toro. Pero en este caso, haciendo del ritual un acto de sacrificio y no de dominación. El día 24 de diciembre, desde la casa amarilla, taponando la hemorragía primeramente con servilletas mojadas y envolviendo después la cabeza, mete la parte de oreja seccionada en un sobre, se coloca un gorro y se dirige a la calle Bout-dÁrlésse donde se encuentra la “casa de la tolerancia nº 1”. Entrega el sobre a Gaby, una jovencísima prostituta cuyo sobrenombre es Rachel, la única que puede homenajear su derrota diciéndole: “Guarda este objeto como si fuera un tesoro, en recuerdo mío”. Tras este suceso es encerrado en una celda del Hospital Principal. Siendo diagnosticado de una crisis nerviosa de origen epileptoide con alucinaciones y delirio de la que recaerá en repetidas ocasiones hasta su muerte.



Escribía Van Gohg: “Qué vuestra luz ilumine a los hombres. Creo que ésta tiene que ser la divisa de todo pintor”.


La luz, aún en la sima más profunda, oscura o lóbrega, olvidada de las miradas que puedan conveniar compromisos o intereses, desposeída del oropel que nubla los sentidos, permanece recóndita en el espíritu que ennoblece su llama.


Haikus a Vincent van Gogh



Los girasoles

resucitan en tu luz,

bella claridad


Infinito aquél,

pisada transparente,

que te delata.


Roja cabellera,

arrebol en la tarde

dulcemente tú.


Sembrador de sol

la casa amarilla

arden los sueños.


Verdes olivos

hablan al cielo del sur

rumor perdido.


Ojos hundidos

leve ocaso rasgado

puñal esquivo.


Urdido el iris

cierne pincel desnudo

de aire sombrío.


Tu mano hierve

el lienzo grita mudo

como aves frías.


Agua tu mirada

es secreta hondura,

flujo del verso.


Herida de luz

nacida del crepúsculo,

amarillo sol.