lunes, 24 de marzo de 2008

El amor en los tiempos del escepticismo.

El amor es la luz,
meridiano espejo,
que refleja
en su superficie
quiénes somos.


Quizá, si nos fijásemos en el transcurso de los días, no como devenir anodino ni como superación constante. Tal vez, estaríamos en disposición de hacerlo llegar con más facilidad de lo que cotidianamente se interpone entre él y nosotros.

El amor se ata en los zapatos con los cordones que se adentran en los ojetes de ambos lados: tú y yo. Se anuda al cuello en el pañuelo que, con suavidad y templanza, rodea la garganta, la abraza y arrastra. Anda sobre el alféizar de la ventana, sobre la que, tras contemplar el día, hacemos del pensamiento una misiva que traspasa la dimensión del tiempo y acude a ti, a través de él.

El amor es como todos sabemos: un cosmos en sí mismo. La extensión de cada quién en cada cuál. Viene a por todas sin esperar nada a cambio. Tan sólo anhelar, incrementar lo que su naturaleza puede contener: el impulso de lo inacabado, de lo imprevisto, de lo excepcional, como tú.

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